Conozco a la poeta Eileen Myles desde la década de 1990, cuando me mudé por primera vez a Nueva York, y recuerdo haberla visto pasear a su Pit Bull Rosie por el East Village. Tenía esos hermosos brazos y el cabello de David Cassidy y el tipo de arrogancia que muchos de los chicos gays que conocía desearían tener. Todos estábamos enamorados de ella.